lunes, 12 de mayo de 2008

La Vida

Soy amigo de la vida por que ella me ha dado todo
felicidades, tristezas, logros y fracasos.
Algunas personas dicen que la vida no es justa
que unos tienen mas de lo que merecen
que tienen mas de lo que merecen por lo que trabajan.

Pero la vida no es justa ni injusta.
la vida es.
yo estoy feliz con la vida pues me ha dado lo mas valioso que tengo
me ha dado libertad para vivirla
y me ha liberado de los estorbos que hacen mas dificil mi caminar
me regalo libertad para irme cuando quiero irme
me regalo libertad para quedarme cuando deseo quedarme
me dio libertad para pensar lo que creo y para creer en lo que pienso
me hizo libre para volar lejos y para regresar de lejos
me hzo libre para caminar y me hizo libre para correr
me hizo libre de amar y de decidir aquien amar

me hizo libre para pensar que el tiempo es mi amigo y no el cruel juez de mi destino
me hizo libre para decidir que lo mas importante para mi es mi libertad...


Gracias por darme la libertad para decidir ser libre.

La Tigresa

PRÓLOGO.

El 25 de agosto de 2003, en una vieja y sombría casona de Matamoros de la Laguna, Coahuila, México, una anciana desdentada y de edad inverosímil puso en mis manos un polvoriento legajo, tras decidir, luego de un largo interrogatorio, que yo era el indicado para recibirlo. El legajo terminaría por meterme en una aventura absurda, no sin trastocar mi idea del mundo, así que empezaré por contarles la manera en que me hice de él.

Se supone que estoy hurgando en viejos papeles, para escribir una historia de la Intervención Francesa en el noreste de México. En los archivos de la Secretaría de la Defensa Nacional pude reconstruir aceptablemente los pasos de los grandes caudillos de la región, los generales Mariano Escobedo, Jerónimo Treviño y Francisco Naranjo, pero la pequeña guerra, su sustento social, la organización de las innumerables guerrillas, se me escapaban.

Personajes asombrosos, luminosos y sombríos aparecían a cada vuelta de página para desaparecer en el folio siguiente y esconderse en una esquina, en un rincón del desierto, en una página que nadie escribió, en un parte de guerra nunca rendido. Entre todos ellos apareció un Juan de la Cruz Borrego, un personaje de novela (de hecho, lo es), oriundo de El Gatuño, municipio de Matamoros, Coahuila.

Curiosamente, yo acababa de publicar un librito, con cierto éxito, sobre el general de división Benjamín Argumedo Hernández, un general revolucionario... bueno, no importa, lo que importa es que Argumedo, “el tigre de La Laguna”, era también oriundo de El Gatuño, donde nació unos años después de la muerte de Juan de la Cruz Borrego, de modo que la gente de la región me conocía. Quiero decir, pues, que cuando llegué a Matamoros para buscar algún descendiente de Juan de la Cruz Borrego o de alguno de los veinte bragados que con él se la rifaron, método que en otras ocasiones me había permitido acceder a documentos e informes valiosísimos, no tardé en ser enviado con “doña Eme”.

Nunca supe de quién descendía la anciana de frágil y ruinoso aspecto, pero vivísima memoria y aguda inteligencia, con la que hablé largas horas aquella soleada tarde. Hablaba de Juan de la Cruz Borrego, del general Jesús González Herrera y del presidente Juárez como si los hubiese conocido personalmente, mientras yo la escuchaba con avidez y me obligaba a no hacerle ascos a la taza de nescafé que debí aceptar.

Finalmente, puso en mis manos el legajo de marras y me suplicó, me exigió la promesa de que sólo yo podría leer el original, que sólo yo podría poner las manos y los ojos en él, aunque utilizara sus datos, aunque publicara su transcripción, aunque lo usara a mi conveniencia. Me pidió también que lo abriera esa misma noche, “aunque no pueda leerlo”.

Regresé a mi hotel, en la cercana ciudad de Torreón, subí seis cervezas heladas y abrí el amarillento legajo, para descubrir, desilusionado, que los elegantes trazos de negra tinta estaban en francés. Bien pude, de regreso en México, entregarlo a un traductor de confianza, pero una promesa es una promesa y, además, el idioma ese estaba entre mis asignaturas pendientes, así que me apliqué a ello y, a principios de mayo, considerando que podía enfrentarlo diccionario en mano, leí el texto que ahora traduzco para ustedes.




EL MANUSCRITO, parte 1


[Las dos primeras páginas del manuscrito se extraviaron en algún rincón del mundo. Puedo inferir que cuentan cómo se presentaron dos sheiks egipcios ante el rajá de Mompracem, llamado Sandokan, alias “el tigre de la Malasia”, y el maharajá de Assam, Yáñez de Gomara, “el tigre blanco”, dos individuos sumamente peligrosos a pesar de que ya hacía algunos años que habían doblado el medio siglo, y sobre los cuales se contaban historias fascinantes. El manuscrito, escrito en primera persona, parece salido de la pluma del rajá Sandokan. El que esto escribe tuvo posibilidad de comparar la letra del manuscrito con alguna carta a la reina Victoria, autógrafa de Sandokán, en el Archivo de la Foreign Office, Londres, Inglaterra.
Evidentemente, falta también la narración de un combate circense sostenido entre Sandokán y un tigre bengalí devorador de hombres. La habilidad mostrada en el combate por Sandokán, sostenido solo con armas blancas, atrajo a su puerta a los misteriosos egipcios].


Tras agradecer a Alá los dones que nos otorgaba y la buena comida que íbamos a ingerir, muellemente sentados en los abullonados cojines distribuidos en el suelo (salvo Yáñez que, Europeo al fin, permaneció de pie), el más viejo y más sabio de los sheiks, empezó a contarme una enrevesada historia:

-Debe saber usted, príncipe, aunque Alá es más sabio, que esta historia se remonta a una época más remota que el nacimiento del Profeta –al citarlo, el sabio anciano hizo una genuflexión-, cuando la palabra de Dios era aún desconocida en las fértiles vegas regadas por el Nilo, y sus habitantes se entregaban a las más absurdas y antinaturales creencias, vinculadas a demonios de los bosques y el desierto, que adoraban como a un Dios.

“La sacerdotisa suprema de uno de esos demonios encontró un terrible conjuro que le permitió alcanzar la vida eterna y poderes nunca vistos. Pero todo aquel que estudie las cosas divinas y humanas sabe que debe reinar el equilibrio y, si este se altera, inmediatamente debe ocurrir una reacción que lo restablezca.

“El equilibrio se restableció con el colapso de Egipto y su conquista por las legiones romanas. Desde entonces un país llamado a ocupar una posición privilegiada ha sido pasto de conquistadores de raza inferior y su pueblo ha sido condenado a la opresión y la miseria. Durante muchos siglos los sabios de Egipto buscaron la explicación de ese antinatural fenómeno, hasta que por fin, gracias a la verdadera fe y a las lecciones del Profeta –el anciano volvió a humillar la frente-, supimos que el equilibrio se había roto cuando una noble egipcia desposó a un bárbaro romano y, juntos, encontraron el conjuro de que ya le hablé.”

El anciano hizo una larga pausa. Creía estar oyendo un discurso sin sentido y agradecí que Yáñez estuviera lo suficientemente apartado de nosotros para que su espíritu racionalista no se conectara de inmediato con su nula solemnidad. Interrogué al sheik con la mirada, pues me faltaban palabras para penetrar su mundo. El anciano prosiguió:

-Descubrimos, ilustre príncipe, pero Alá es más sabio, que la vida eterna descubierta por aquella mujer, Bastee se llamaba, incluía que cada vez que cometiera el acto carnal se transformaría en una pantera sedienta de sangre, y sólo podría recuperar su forma humana devorando al infortunado mortal que con ella hubiese copulado antes de que el sol volviese a aparecer sobre el horizonte.

“Creemos, pero Alá es más sabio, que tienen otra forma de retomar su figura humana y preservar la inmortalidad, en la que tiene que ver, muy de cerca, algún nubio esclavo, en particular, cuya estirpe es tan antigua como la de las panteras humanas.

“Ese es su punto débil: sólo en su figura felina son vulnerables, y solo cuando la estirpe se extinga Egipto y Siria recuperarán el lugar que les corresponde en el concierto de las naciones”.

Se hizo un largo silencio: nadie hablaba, pues aunque fuera del alcance de la voz del anciano, todos nos miraban en silencio, incluido Yáñez. Conozco el valor del silencio y le sostuve largo rato la mirada, hasta que volvió a hablar.

-Se, ilustre príncipe, aunque más sabe Alá, que lo que os he contado suena inverosímil, pero en su momento os ofreceremos pruebas. Le he dicho que debe extinguirse la estirpe, pero, en realidad, sólo hay que golpear a la cabeza para impedir su reproducción. Como habéis demostrado hoy, basta un solo golpe; un golpe que solo puede darlo un varón, un guerrero legendario al que el mundo llame Tigre o León. Y cada vez que un golpe yerra, tenemos que esperar 200 o 300 años a que las panteras bajen la guardia.

Volví a interrogarlo con la mirada.

-Si, príncipe, hace 300 años fue el último intento: un Sirio de la más noble estirpe, un guerrero con nombre y corazón de león, Muley el Kadel, hijo del Pachá de Damasco, fue instruido por los sabios para conquistar el corazón de quien tendría entonces en su cuerpo el espíritu de Bastet, una bellísima guerrera, una joven llamada Leonor, duquesa de Éboli, que vestida de varón se hacía llamar Capitán Tormenta. Una dama de la más noble aristocracia napolitana...

-¿Napolitana? –rugí, tras mi largo silencio, de tal modo que Yáñez llevó la mano a la pistola.

-¿Hay algún problema, príncipe?

-Sí que lo hay: he prometido no pisar Italia nunca.

-En el nombre de Alá, mi señor, podemos desligaros de vuestra promesa, sólo pedimos que termine de oír.

“Aquel noble guerrero conquistó a la dama –continuó el anciano, tras la tácita autorización de mi silencio-. La siguió a Italia, la desposó y procreó con ella un varón. Siguiendo instrucciones nuestras, debía aguardar a que la joven cumpliera 25 años, pues esa noche reencarnaría Bastet en ella y, a la noche siguiente, acabarla. Pero el León se había enamorado, el corazón le falló y en lugar de abatir al engendro, murió él, a manos del esclavo El Kadur, ese nubio que siempre tienen a su lado las terribles mujeres pantera.

“En lugar de acabarla, la alertamos, pero han transcurridos 300 años y habrá bajado la guardia: es tiempo de intentar un nuevo asalto y, gracias al sacrificio del heroico León de Damasco ahora usted, el Tigre de Mompracem, sabe que hay que matar primero al esclavo”.

Pedí una pipa sin responder y llamé a Yáñez, porque lo necesitaba para tomar mi decisión, lo necesitaría si, caso de que efectivamente el sheik mostrase las pruebas de que hablaba, decidía al fin emprender una nueva aventura digna de mi nombre, tras tantos años inactivo.

Viejos papeles, testimonios “indudables” y algunas sangrientas notas de periódicos romanos no me convencieron como las expresiones de angustia de los ancianos que me las mostraron, como su convicción absoluta de que la historia que me habían contado, por insensata que pareciera, era real.

Una vez que me convencieron –aunque en mi hastío no hacía falta mucho para lograrlo-, el portavoz de los sheiks me dijo que tendría que llegar a Roma a mediados de agosto. En la ciudad eterna, todos los días a las siete de la noche, frente a las ruinas del Coliseo donde tanta sangre humana y felina había corrido, me esperaría su emisario, quien se identificaría conmigo con este cuarteto:

También el jugador es prisionero
-la sentencia es de Alí-
de otro tablero
de negras noches y de blancos días.

A la que debía yo contestar:

Dios mueve al jugador y este a la pieza
¿qué Dios detrás de Dios la trama empieza?

Me parecía un poco ridículo, pero el viejo sheik me explicó que esas palabras tenían un significado que... no le dejé explicarme: ya tenía suficiente de magias y conjuros.

Varias veces había surcado el Índico y dado la vuelta al cabo de Buena Esperanza en un pequeño y rapidísimo vapor que había mandado hacer en los astilleros de Liverpool: la “Perla de Labuán” (cuarto o quinto barco que bautizaba con ese nombre). Me acompañarían siete malayos y siete dayakos escogidos entre los mejores guerreros de Mompracem, además de mi buen Yáñez y el amigo Kamammuri, que sentía también que empezaba a enmohecerse.


II

Como caballero de la Jarretera y príncipe de un estado de la Commonwealth, solía ser aceptado en algunas cortes europeas, pero dada mi fe musulmana, no sabía cómo me recibirían en Roma, que gemía aún bajo la tiranía pontificia, de modo que una vez en el Mediterráneo puse proa al Adriático en lugar de al mar Tirreno, porque dos años antes, en París, había conocido al duque de Pescara, quien me ofreció su amistad.

Emilio de Ventimiglia, duque de Pescara, me recibió a todo tren en su ciudad, aunque indudablemente preocupado: los “camisas rojas” de Garibaldi tenían sitiada Roma, y aunque mi anfitrión era partidario de la unidad y había jurado lealtad al rey Víctor Manuel, demasiadas bandas armadas recorrían sus territorios, ya había tenido que enviar pólvora y trigo para alimentar a los garibaldinos. Como tantos aristócratas, Ventimiglia detestaba cordialmente a Garibaldi, a quien veía como un aliado incómodo y desagradable.

De cualquier manera, un salvoconducto suyo podría permitirme llegar hasta el Cuartel General de Garibaldi, aunque cuando le conté la historia que me llevaba a Italia, luego de una noche pasada en evoluciones de botellas, decidió acompañarme personalmente. Ya en el campamento de los patriotas veríamos el modo de introducirnos clandestinamente en Roma, donde Ventimiglia tenía aún buenas relaciones, a pesar de ser decidido partidario de la Unificación.

Escoltados
por mis quince compañeros y una veintena de mercenarios al servicio de Ventimiglia, nos trasladamos, no sin dificultades al campamento de Garibaldi, quien mantenía sitiada Roma sin combatir, pues esperaba que la segura caída del emperador de Francia bajo los golpes del creciente poderío prusiano, obligaría a los soldados franceses que se habían convertido en el último sostén de los Estados Pontificios a entregarle Roma sin necesidad de derramar más sangre italiana.


Ventimiglia me presentó al gran patriota, héroe de dos mundos y cuatro guerras, luchador incansable por la libertad, quién acogió gustoso algunas de las historias de mis combates contra el leopardo inglés. Yo miraba sus profundos ojos y su roja y larga barba, comparando la imagen del valiente general con la leyenda que acompañaba a su nombre. Era más o menos de mi edad y sus hazañas superaban a las mías, sin género de duda.

Cuando le dijimos que debíamos entrar a Roma, secretamente de ser posible, dijo que podía hacernos entrar a cuatro o cinco de nosotros, apoyado en la red patriótica que obraba en la clandestinidad dentro de la ciudad eterna.

Salíamos de la tienda del general cuando se acercó un camisa roja, de barba tan larga como la de su jefe, piel tostada por el sol, insignias de coronel y más o menos la misma edad, que se dirigió a mi en incorrecto francés:


-¿Es usted el Tigre de Malasia?

-Lo soy, ¿usted es...?

-El coronel Juan de la Cruz Borrego, mexicano, apodado el puma. Dadas las actuales circunstancias me resultaría extremadamente difícil encontrarlo frente al Coliseo, pero debo decirle que también el jugador es prisionero...

Cuando terminó de decir el acertijo aquel, me dijo que él, que era también un felino y un guerrero veterano (lo apodaban “el puma” en los desiertos de los que provenía), y que los últimos informes indicaban que debíamos ser cuatro los guerreros que habríamos de combatir la maldición, pues la terrible Bastet sospechaba mi misión, y sólo la acción simultánea podría vencerla. Los cuatro, dijo, seríamos el propio Borrego, el puma mejicano; mi fiel hermano Yáñez, el tigre blanco; un bravo guerrero sudanés llamado Alí Pachá, que había combatido a los ingleses y le llamaban “el león del Sahara”; y yo mismo, Sandokán, el Tigre de Malasia. Alí Pachá, que nos esperaba en Roma, nos daría las últimas instrucciones.

Le pregunté, pues que íbamos a combatir juntos, quién era él y qué hacía un mexicano entre los camisas rojas del heroico Garibaldi, y la historia que me platicó, en su mal francés y su tono pausado, merece ser contada:

El coronel Borrego nació en un remoto poblacho del desierto mexicano llamado El Gatuño, en el corazón de las extensas tierras de un extensísimo señoría llamado el marquesado de Aguayo. Borrego pertenecía a un pueblo de “rancheros” (labriegos, mejor dicho ganaderos en pequeños, de mediano pasar, diestrísimos en el uso de las armas y jinetees sin par, según me contó, aunque ya tendría ocasión de comprobarlo) que combatió con ferocidad, durante décadas, a los “guardias blancas” del latifundio, además de participar activamente en las incesantes guerras civiles de aquel desdichado país. También, contó combatió a los invasores de su suelo, los poderosos americanos (“aunque nosotros no los llamamos así”, me dijo) y un ejército expedicionario francés respaldado por voluntarios austriacos y belgas: como Yáñez, como yo, como el tal Alí Pachá, como el mismo Garibaldi, el coronel Borrego había combatido al imperialismo con las armas en la mano.

De entre las historias que contó, conviene rescatar una, tal como ahora la recuerdo:

“Una calurosa y polvorienta tarde del agitado verano de 1864, una caravana de traqueteados carromatos escoltada por dos o tres centenares de astrosos jinetes, entró a un poblacho perdido en el desierto del suroeste de Coahuila que, por no tener, no tenía claro ni su nombre. Eran el presidente Benito Juárez y los suyos que, huyendo de los franceses, pasaban por el pueblo de Matamoros en su camino de Monterrey a Chihuahua.

“El presidente Juárez dictó un par de decretos, dejó unas cajas de papeles viejos que venía cargando desde la ciudad de México y siguió poniendo desierto entre su gente y las caballerías del general Castagny. Para él fue solo un punto en el camino, pero su paso incorporó la región a la historia nacional. Los decretos firmados por Juárez dieron a los vecinos del poblacho los derechos a la tierra y al agua por los que peleaban desde treinta años atrás, acabando legalmente con la omnipresencia del latifundio. Los papeles que ahí quedaron eran parte del Archivo de la Nación que los labriegos de Matamoros y sus anexos, El Gatuño y La Soledad, custodiaron durante tres años a costa de (valga el lugar común) sangre, sudor y lágrimas.

“El presidente Juárez pidió al general Jesús González Herrera, caudillo de los vecinos de Álamo de Parras (hoy Viesca) y Matamoros, únicos pueblos libres de la región, que le recomendara un hombre de fiar para custodiar el Archivo, y el general le presentó a un ranchero de El Gatuño, Juan de la Cruz Borrego, quien con veinte compañeros defendió la cajonería de los franceses e imperiales cuando la zona se volvió teatro de la guerra de guerrillas apenas Juárez y sus hombres salieron para Mapim.

“Y es que los imperialistas creyeron que los cajones contenían parte de los fondos en metálico del gobierno, y la sed de oro de sus enemigos –los rumores terminaron por inventar un tesoro de fábula- convirtió a los rancheros de la zona en mártires y héroes: escondidos en cuevas, Borrego y sus compañeros sostuvieron los archivos contra legiones de aventureros de toda laya, destacamentos franceses, los inevitables apaches y asesinos sin más.

“Tres años defendió Borrego los escondidos cajones, perdiendo trece compañeros. Seis de los trece cayeron vivos en manos de aventureros de la Legión Extranjera del ejército francés, y fueron torturados hasta la muerte, sin que ninguno revelara el escondite de los cajones.

“Cuando los patriotas mexicanos triunfaron en su lucha contra los franceses, Borrego y seis de sus compañeros llevaron los cajones en carretas hasta la ciudad de México, doscientas leguas al sur de sus lares. Paradójicamente, el presidente Juárez había olvidado, en los azares de la guerra, que en aquel remoto pueblo del desierto había encargado parte del Archivo de la Nación a un puñado de rancheros, y nadie supo darle razón, hasta que casualmente encontró a un leal colaborador del señor Juárez que recordaba la escena.

“Entonces, el gobierno mexicano lo recompensó con el empleo de coronel auxiliar, y estaba a punto de volver a sus desiertos cuando el coronel Ricardo Arenciba reunió a varios veteranos de la guerra contra los franceses para luchar contra el mismo enemigo y por una causa libertaria y parecida a la de los mexicanos: la unidad italiana. A la sazón, el coronel Borrego era jefe de la “legión mexicana”, pues Arenciba, con otros paisanos suyos, estaba en París... de hecho, moriría ahí, luchando, otra vez, contra Bazaine, el jefe del ejército expedicionario francés en México, que unos meses después de los hechos que aquí narro, reprimió a sangre y fuego la Comuna de París”.

Durante tres días Borrego nos contó esas historias y nosotros le hablamos de Mompracem, ante la incrédula mirada de Ventimiglia, quien fumaba su pipa mirándonos con envidia. El cuarto día, un ayudante de campo de Garibaldi, el vizconde Medrado de Torralba, nos dijo que esa noche nos conduciría a Roma, solo a cuatro de nosotros, de modo que despaché a mis tigres a Pescara y me apresté, con Yáñez, Borrego y Ventimiglia, a introducirme a la ciudad, donde nos esperaba Alí Pachá.



III

El atardecer trajo una imagen singular, aunque las colinas de Roma han visto en los últimos tres mil años a tal cantidad de inesperados y extraños turistas, venidos por su propio pie u obligados, que nos habrán mirado con benevolencia.

Borrego, bajo de estatura y algo grueso, había dejado su uniforme y vestía un exótico traje de cuero con botonadura de plata, se cubría con un amplio sombrero mexicano (“charro”, dijo él) y de su cinturón colgaba, además de una especie de puñal que él llamó “cuchillo de monte”, un bien engrasado ejemplar de esos novísimos artefactos con los que Mr. Colt estaba revolucionando el mundo. En franco contraste, Ventimiglia vestía un fraq de corte impecable que resaltaba su aristocrática estampa. Sus bien cuidadas manos sostenían un elegante bastón que escondía un afilado estilete y un largo cigarro de Manila. Sobre el pecho lucía la insignia de caballero de la Soberana Orden Militar de Malta. Kammamuri y Yáñez, armados hasta los dientes, vestían ligeros trajes marineros de dril, sólo que mi hermano blanco se cubría con un sombrero Panamá, en cuyo centro lucía una esmeralda del tamaño de una nuez, y el valiente indio con un medio turbante blanco. Yo llevaba el turbante verde de quienes hemos visitado La Meca con una esmeralda gemela de la que Yáñez portaba. Naturalmente, cuando el capitán Medrado de Torralba nos vió, meneó la cabeza y masculló:

-Señores, así vestidos no pasaréis desapercibidos ni en Roma, pero en marcha ya, que se acerca la noche.

Habíamos esperado porque ese día era luna nueva y, como mis ojos ya no son los de antes, no puedo deciros cómo ni por donde entramos. Al pie de las derruidas murallas Yáñez tuvo que silenciar a un centinela, un zuavo de luenga barba, rompiéndole el cuello antes de que se enterara de nuestra presencia. Finalmente, en una amplia plaza al lado del río, Borrego le dio las gracias al capitán y lo despidió y, tan pronto se hubo alejado, nos condujo a un rincón de la plaza, llamando de cierta manera la puerta de una tabernucha, cuyo patrón, tras cambiar varias palabras con Borrego, nos llevó a un reducido salón situado detrás del mostrador en que bebían sujetos de siniestra catadura.

Un negro de mediana edad e impresionante estatura nos esperaba en el inmundo salón: era Alí Pachá, supimos cuando Borrego hizo las presentaciones de rigor. El negro nos sirvió un delicioso vino del Arno, que no hubiésemos creído posible en tan infecto lugar (y que mostraba que, como yo, era musulmán por cuestiones de patria más que de fe) y nos dio una alarmante noticia:

-Príncipe: por alguna de sus malas artes o quizá porque se oculta un traidor en nuestras filas, hemos sabido que la terrible Bastet está al tanto de su llegada al campamento de Garibaldi. Eso, de entrada, cancelaría la posibilidad de abatirla, pero luego de meditarlo, creo, más bien, que las aumenta, porque dedicará toda su atención a vuestra señoría y a sus acompañantes visibles, que serán el capitán Yáñez, el célebre Kamamuri y monseñor duque, digo si acepta vuestra excelencia –dijo esto, volteando a ver a Ventimiglia, que hizo un mudo gesto de asentimiento.

-Eso permitirá –añadió, tras dar un largo trago a su vaso- que el coronel Borrego se acerque a ella y la tome descuidada. De hecho, hemos falsificado unos documentos que presentan al coronel como enviado secreto del arzobispo primado de México, con mensajes urgentes para Su Santidad, de modo que se introducirá en la corte pontificia en la que figura, como una joya sin par, la temida Bastet.

-Mientras tanto, vuestra señoría, como príncipe soberano, será presentado a Su Santidad por el duque de Pescara, que es unionista pero buen católico. Buscaremos la manera de que en la presentación se acerque a Bastet, a quién monseñor duque conoce, pues lleva el nombre de una de las más ilustres familias italianas. Pero esas instrucciones las daremos luego: entre tanto, yo seré el enlace entre el coronel Borrego y ustedes, que deberán hospedarse en el hotel de Pescara, pues su estancia en la ciudad será pública.

Yañez como de costumbre, comenzó a preguntarse como la Bastet se habia enterado de nuestra presencia en la ciudad, y por supuesto que se propuso averiguarlo, nos dirigimos por el momento a buscar la estancia que el Sudanes nos habia preparado. El conde al final, no acostumbrado a dormir mas que solo, escogio la estancia mas grande, Yañez mi hermano blanco, y yo tomamos la otra, y el Coronel Borrego y el viejo Kammamuri, tomaron la ultima Ali pacha dijo que el velaria la noche en el salon, esperando mas informes sobre la ubicación de la Bastet.

A la mañana siguiente, Borrego se dirigi’o